Por María Lozano
- Mientras ella agonizaba, el vestido rojo de mi madre estaba colgado en el armario como una cuchillada en la hilera de viejos vestidos oscuros que había gastado durante su vida.
- Me habían llamado de urgencia y yo supe, cuando la vi, que no le
- quedaba mucho tiempo. Cuando vi el vestido, dije:
- ¡Vaya, madre, qué hermoso! Nunca te lo he visto puesto.
- -Nunca lo usé -respondió en voz baja-. Siéntate, Millie, me gustaría
- corregir una o dos lecciones antes de irme... si puedo. Me senté
- junto a su cama y ella suspiró muy hondo. Entonces pensé que ella podría resistir.
- -Ahora que estoy a punto de irme, puedo ver con claridad algunas cosas.
- ¡Oh te he educado bien... pero te he educado mal!
- -¿Qué quieres decir madre?
- -Bueno, siempre pensé que una buena mujer nunca se da su lugar, que sólo existe para hacer todo por los demás. Aquí, allí, siempre atenta a los deseos de todo el mundo y asegurándose de estar detrás de los otros.
- Tal vez algún día llegues a ellos pero, por supuesto, nunca lo logras. Así es como ha sido mi vida... Hacer cosas para tu padre, para los muchachos, para tus hermanas, para ti.
- -Hiciste todo lo que una madre puede hacer.
- -¡Oh, Millie, Millie! No estuvo bien... ni para ti... ni para él.
- ¿No lo ves? Cometí el peor de los errores, no pedí nada... ¡para mí!
- En la otra habitación tu padre estaba muy molesto y con la mirada clavada en las paredes. Cuando el médico se lo dijo, lo tomó a mal... Vino junto a mi cama y empezó a quejarse por lo que iba a suceder.
- -Tú no puedes morir. ¿Me oyes? ¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí?
- -Es verdad, será duro cuando me vaya. Él ni siquiera puede encontrar la sartén, tú lo sabes. Y ustedes, los niños... Yo tenía que correr por todos, y a todas partes. Era la primera en levantarse y la última en irse a dormir. Los siete días de la semana... Siempre elegía la tostada quemada, y el pedazo más chico de pastel.
- Ahora veo cómo tratan tus hermanos a sus esposas, y me siento mal
- porque fui yo quién les enseñó eso. Y ellos aprendieron. Aprendieron que una mujer no existe, excepto para dar. Cada centavo que podía ahorrar era para comprar ropa y libros para ustedes, hasta cuando no era necesario.
- No puedo recordar una vez en que haya ido a la ciudad para comprar algo para mí misma. Excepto el año pasado cuando compré ese vestido rojo.
- Descubrí que tenía veinte dólares que no había reservado para algo especial. Iba en camino de hacer un pago extra de la lavadora, pero por alguna razón... volví a casa con esa caja grande. Entonces tu padre me echó un verdadero sermón.
- -¿Cuándo vas a usar una cosa como esa? ¿Para ir al teatro o algo así? Y tenía razón, supongo. Nunca me he puesto el vestido, excepto la vez que me lo probé en la tienda. ¡Oh, Millie! Siempre pensé que si no tomas nada para ti en este mundo, de alguna manera lo tendrás todo en el más allá.
- Ya no creo más en eso. Creo que el Señor quiere que tengamos algo aquí... y ahora. Y te lo digo, Millie, si por algún milagro llegara a abandonar esta cama, te encontrarías con una madre diferente, porque lo sería.
- ¡Ay, dejé pasar mi turno durante tanto tiempo que apenas sabría cómo aprovecharlo! Pero aprendería Millie, ¡aprendería!
- Mientras ella agonizaba, el vestido rojo de mi madre estaba colgado en la hilera de viejos vestidos oscuros, como una cuchillada...
- Las últimas palabras que me dijo fueron:
- -Hazme el honor, Millie, de no seguir mis pasos. Prométeme éso.
- Se lo prometí.
- Ella contuvo la respiración. Y entonces mi madre tomó turno en la muerte.
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