Por María Lozano
Oh, si me hubiera oído mi pueblo (Salmo: 81:13)
Cuando estamos sufriendo algunas veces encontramos sanidad
al hablar de ello; con un amigo, un consejero, Dios.
Pero finalmente, llega el tiempo de dejar de hablar y
escuchar.
Hay momentos en los cuales el silencio representa el más
alto respeto. La palabra para tales momentos es reverencia.
Esta fue la lección que aprendió Job, el hombre de la Biblia
más tocado por la tragedia y el desaliento. No que alguien pudiera culparlo. La
calamidad se había abalanzado sobre el hombre como una leona sobre una manada
de gacelas, y para el tiempo en que el destrozo terminó, apenas quedó un muro
de pie o un ser querido vivo. Su esposa le dijo: “Maldice a Dios y muérete”
(Job 2: 9). Sus cuatro amigos vinieron con la versión nocturna de sargentos de
prácticas, diciéndole que Dios es justo, y que el dolor es el resultado del
mal, y tan seguro como que dos más dos es igual a cuatro. Job de seguro
tuvo un historial criminal en su pasado
para haber sufrido así.
Cada uno tenía su interpretación de Dios y quién es Él y por
qué había hecho lo que había hecho. Ellos no fueron los únicos que hablaron de
Dios. Cuando sus acusadores hicieron una
pausa, Job pasa seis capítulos dando su opinión sobre Dios.
Estamos a treinta y siete capítulos de haber iniciado el
libro antes de que Dios se aclare la garganta para hablar. El capítulo 38
comienza con estas palabras: “Entonces respondió Jehová a Job”.
Cuando el Señor hable es sabio dejar de hablar y escuchar.
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