Por María Lozano
Sus ojos se humedecieron con lágrimas espontáneas mientras
Nicole ascendía a su regazo y se acomodaba contra su pecho. Su pelo acabado de
lavar y secar, olía a limón. Palpó su mejilla suavemente, mientras ella
descendía. Con ojos claros de color azul-verdoso, ella contempló su rostro con
expectación, le acercó el raído y familiar libro de cuentos y dijo: “¡Léeme
abuelito, léeme!”
“Abuelito” James
ajustó cuidadosamente sus anteojos, aclaró su garganta y comenzó a leer la
acostumbrada historia. Nicole sabía las palabras de memoria y con emoción
“leía” al unísono. A cada rato él omitía una palabra: ella delicadamente le
rectificaba. “No, abuelito, no es eso lo que dice. intentemos de nuevo para que
lo hagamos bien”.
Ella no tenía idea de cómo
su pureza de corazón enternecía su alma o cómo su simple confianza en él, lo
conmovía.
La infancia de James
había sido diferente, caracterizada por una violencia existencia, recrudecida
por un padre distante y exigente. Desde sus cinco años, su padre le hacía
trabajar los campos de sol a sol. Los recuerdos de su niñez, a veces se
prolongan para acarrear ira y dolor.
Esta primera nieta,
sin embargo, trajo gozo y luz a su vida en tal magnitud que desplazó su propia
infancia. Él retribuyó su amor y fe con gentileza y dedicación, proporcionando
a su mundo seguridad y protección sin medida.
La relación entre
ambos se conservó siempre. Para Nicole, la misma le proveyó un cimiento para la
vida. Para James, sanó un pasado de dolor.
“¡Léeme abuelito,
léeme!”
James Dobson definió
bien lo anterior, cuando dice: “Los niños no son huéspedes casuales en nuestro
hogar.”
Proverbios 17:6
Corona de los ancianos son los hijos de los hijos, y la gloria de los hijos son sus padres.
Corona de los ancianos son los hijos de los hijos, y la gloria de los hijos son sus padres.
¡Muy linda esta reflexión,me trajo recuerdos de antaño. Gracias por compartirla.
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