por María Lozano
Con el sudor de tu rostro comerás el pan
hasta que vuelvas a la tierra…Con dolor
comerás de ella todos los días de tu vida.
Génesis 3:17,19
Todo lo que viniere a la mano para hacer,
hazlo según tus fuerzas.
Eclesiastés 9:10
El origen del día del trabajo se remonta al 1º de Mayo del
año 1886, fecha en la cual más de 400.000 trabajadores se sublevaron en Chicago
para conseguir la jornada laboral de ocho horas. Ese día pasó a ser el símbolo
de las reivindicaciones de los trabajadores. En Francia, desde 1947, ese día no
se trabaja pero es remunerado, como en muchos otros países.
El creyente no debería olvidar el origen del esfuerzo ligado
al trabajo. Dios había colocado al hombre en el huerto del Edén “para que lo
labrara y lo guardase” sin
esfuerzo (Génesis 2:15). Sólo después de la desobediencia de nuestros primeros
padres el trabajo se volvió duro, y el suelo empezó a ser estéril para todas
las generaciones que siguieron (Génesis 3:17-19). ¡Cuántos suspiros y sudor
debidos al trabajo, a los que se agregaron los sufrimientos causados por el
espíritu de dominio y egoísmo del hombre, hasta el punto de reducir a sus
semejantes a la esclavitud!
El creyente trata de trabajar sosegadamente para suplir sus
necesidades y las de su familia, y para ayudar a los más pobres (2
Tesalonicenses 3: 12-13). Trabaja concienzuda y honestamente, no “como los que
quieren agradar a los hombres, sino…de corazón haciendo la voluntad de Dios,
sirviendo de buena voluntad, como al Señor y no a los hombres” (Efesios 6:6-7).
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