Tomado de: Guillermo Ramirez
Por María Lozano
Me llamo Vicente, tengo 52 años, y durante mucho tiempo pensé que era un buen padre porque nunca falté con comida ni con techo. Lo que nunca entendí, hasta que fue tarde... es que un hijo no recuerda lo que tenía, sino quién estaba.Mi hijo, Diego, creció viéndome llegar tarde siempre. Yo trabajaba en construcción, horas extras cada semana, fines de semana cuando había obra grande. Llegaba cansado, me bañaba, cenaba y me dormía. Su mamá le ayudaba con la tarea, lo llevaba a los festivales, estaba en los partidos de futbol. Yo solo aparecía en las fotos familiares una o dos veces al año. No porque no quisiera, sino porque siempre estaba trabajando. Según yo, era lo correcto.
Cuando Diego cumplió 15 años, le compré un celular caro, de los mejores de ese tiempo. Se lo di pensando que iba a ser el mejor regalo que podía darle. Él me abrazó, sí, pero con una sonrisa triste que nunca entendí hasta hoy. Lo que él quería no era ese celular. Era que yo fuera a verlo jugar los viernes, aunque perdieran. Era que lo acompañara en sus competencias, aunque no ganara. Pero yo nunca tuve tiempo, o eso me decía.
A los 19 se fue a estudiar a otra ciudad. Yo no lloré cuando se fue, porque creí que era normal. Lo que sí dolió fue que no me buscara. Solo hablábamos por mensaje cuando necesitaba dinero, y yo siempre mandaba sin preguntar nada más. No sabía nada de él, de si comía bien, si tenía amigos, si estaba triste o feliz. Y me acostumbré a esa distancia porque fue la misma que yo cultivé desde que él era niño.
El golpe grande llegó hace un año, cuando me avisaron que Diego había tenido un accidente en carretera. Corrí al hospital como nunca corrí a verlo jugar fútbol. Estuve sentado afuera de terapia intensiva tres días sin dormir, deseando con todo el alma tener la oportunidad de hacer las cosas diferente. En esas horas pensé en todas las veces que pude haber estado y no estuve. Pensé en su risa cuando era niño. En sus juegos. En cómo me miraba con orgullo cuando yo lo levantaba con un solo brazo, como si fuera un superhéroe. Y pensé en cómo dejé que ese niño se creciera sin mí..Diego sobrevivió. Gracias a Dios. Pero cuando salió del hospital me dijo algo que todavía me arde: “Papá, me da gusto que ahora estés. Solo ojalá hubieras estado antes.”
Ese día entendí que un padre no solo se mide por lo que da, sino por lo que acompaña. Ya no puedo volver a su infancia, ni puedo recuperar los años que dejé ir creyendo que trabajaba para él cuando en realidad trabajaba para mi ausencia. Hoy trato de ser su amigo, pero los lazos que no haces de niño no aparecen mágicamente de adulto. Él me quiere, sí, pero no me necesita. Me respeta, pero no me busca. Me llama, pero no me extraña.
Y duele. Duele distinto. Duele silencioso.
No dejes que sea tarde ya que hay errores que no se arreglan con dinero, ni con regalos, ni con arrepentimiento.
¿cuántos padres creen que están dando todo… sin darse cuenta de que lo importante era estar presentes?
No hay comentarios:
Publicar un comentario