Tomado de: Gabriel García Márquez
Luis SN
Por María Lozano
Pablo era un joven más, como lo hemos sido nosotros.
Compañero de estudios y amigo de confidencias, siempre me planteaba que si Jesús estaba entre nosotros se le hacía difícil verlo, sentirlo, vivirlo.
Hasta dudaba a veces.
Fue entonces que el Padre Antonio nos invitó a un encuentro para jóvenes adultos.
Pablo no estaba muy convencido, pero como íbamos el grupo de amigos, accedió.
Los 4 días pasaron y Pablo estaba inquieto.
No encontraba la respuesta y sinceramente, ahora tenía más dudas que antes.
Ese viernes, el encuentro terminó más tarde y todos salimos apresurados para tomar el tren que nos llevaría de regreso a casa.
Todos habíamos prometido llegar a cenar con nuestras familias.
Al llegar a la estación, el tren ya estaba listo para partir y llegamos corriendo.
De repente y sin quererlo uno de nuestros compañeros tropezó con una pequeña canasta que tenía varias manzanas.
Sin prestar atención, seguimos corriendo para no perder el tren.
No miramos hacia atrás.
Todos pudimos subir al tren al tiempo que este arrancaba.
Todos menos Pablo.
Pablo nos gritó que le avisáramos a su familia que iba a llegar un poco más tarde a la cena, que tomaría el próximo tren.
Todos nos reímos y allí terminó la historia.
Pasados los años, una de las tantas noches de vísperas de Pascua, y estando juntos con la familia de Pablo, mientras mirábamos cómo unos leños se consumían en el hogar, de la nada, él mismo me sacó el tema.
“¿Te acuerdas de aquel mal momento que pasé en la juventud en la que no encontraba a Jesús?” Me preguntó de la nada..
Yo ni recordaba aquella insignificante historia, había pasado mucho tiempo desde entonces.
Y él siguió contando:
“Al regresar a la sala del hall central me encontré con todas las manzanas tiradas por el piso y una joven que a tientas trataba de recogerlas.
Grande fue mi sorpresa al darme cuenta que la dueña del puesto era una joven ciega.
La encontré arrodillada buscando las manzanas esparcidas por el suelo mientras las lágrimas le surcaban las mejillas.
Todos pasaban cerca sin detenerse siquiera.
La misma actitud que habíamos tenido aquella noche.
¿A quién le importaría la desdicha de una pobre ciega?” Se preguntó mientras seguía contando.
“Me arrodillé junto a ella y la ayudé a juntar las manzanas.
A medida que las iba guardando me daba cuenta que varias de ellas estaban magulladas por lo que decidí meterlas en otra canasta.
Cuando terminamos, busqué dinero en mi bolsillo y le dije a aquella joven:
“Toma estos 500 pesos por el daño que te hemos hecho.
¿Te encuentras bien?
Ella llorando aún asintió con la cabeza, mientras secaba sus lágrimas.
Le alcancé torpemente mi pañuelo y solo pude decirle: Espero no haber arruinado tu día.
Avergonzado aún y sin saber qué decirle, me puse de pie y comencé a caminar hacia la ventanilla de la boletería para sacar pasaje en el próximo tren.
Y ahí escuché la voz suave de la joven que me dijo: “Señor …
Recuerdo como si fuera hoy que me detuve y me di vuelta a mirarla.Fue entonces que me encontré con una mirada que jamás he vuelto a ver, pese a su ceguera. Ella continuó: “¿Es usted Jesús?”
“La frase retumbó en mis oídos”, continuó Pablo, “quizá fue que la sala de la estación ya estaba vacía.
La pregunta me quemaba por dentro.
“¿Es usted Jesús?”
Desde entonces, querido amigo, siento que corrí mi propia piedra”.
Ese fue el fin de la historia.
Y yo desde entonces me pregunto: ¿Cuántas veces corremos nuestras propias piedras?
¿Cuántas veces estamos dispuestos a correrla?
Sin querer, por estar apurados, por dejarnos llevar por nuestra propia necesidad.
Cada vez que viene a mi memoria esta historia, reafirmo que Jesús resucita en cada uno de nosotros.
Esa noche, como tantas otras, en otras gentes, en otras historias, Jesús resucitó regalando una nueva oportunidad.
Ojalá hoy sea para muchos una nueva y feliz Pascua.
En estos tiempos de tanta oscuridad, quiero formar parte de esos tantos “Pablos”, que sin dudarlo se detienen ante la necesidad del otro.
Esos grupos de amigos, de buena gente, voluntarios, creyentes de veras que, más allá de sus profesiones u oficios, se bajan del egoísmo y se acercan con obras a los más necesitados.
Esos que han entendido de qué se trata correr la piedra del sepulcro al que estamos acostumbrados.
Esos que quizá no dicen palabras hermosas, sino que ponen manos a la obra con hechos, aunque sea el simple gesto del acompañamiento.
En mi caso, hoy más que nunca veo al resucitado en medio de esta locura que vivimos como sociedad.
Hoy en mí no quedan dudas, después de haberlo buscado tanto, lo he encontrado en la desgracia del otro.
Ahora puedo decir que sí.
Que yo me he animado a remover mi propia piedra y a verlo resucitado en ese otro que me necesita.
Aunque sea, ayudando a juntar un pequeño montón de manzanas.
Feliz Pascua de Resurrección.
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