Por María Lozano
Lectura: Salmos 24
Cuando tenía 8 años y me ocupaba de hacer labores en el campo y mis ojos se maravillaban con los sonidos y la panorámica de los días de verano en el campo. Sólo el mugir de una vaca o el silbido de un sabanero rompían la quietud de aquellos parajes. El débil resplandor de las ondas de calor se mecía por la pradera mientras un cauteloso coyote se escondía por ahí. Las aves de rapiña circulaban en el aire, al tiempo que las blancas nubes flotaban en el cielo....
Al ver aquellas escenas, comprendí que había algo más grande que estaba por encima de todo aquel hermoso paisaje, había un Dios personal, tan grande y tan santo que sobrepasaba la imaginación. Me sentía pequeño y vulnerable. Además también entendí que si Dios tiene cuidado de Su creación, también tendría cuidado de mi, más tarde me enseñaron que Dios me amaba tanto que envió a Jesús a morir por mí y eso me terminó de confirmar Su amor.
Los niños pueden percibir esas verdades mucho antes de que puedan entender términos como la trascendencia de Dios (su inmensa diferencia con nosotros) y Su inmanencia (su cercanía). Ahora conozco esas palabras, pero me sigue pareciendo útil recordar aquella inocente sensación de maravilla imaginándome de nuevo en los campos como un niño.
No podemos volver a vivir nuestra niñez, ni deberíamos desearlo. Pero recuerda que el Señor vive “con el quebrando y humilde de espíritu” (Is. 57:15).
Con admiración infantil reflexiona en la majestad del “Alto y Sublime” que sobrepasa la imaginación y agradece Su cuidado diario por ti.
El Creador esconde los secretos de los sabios, pero se da a conocer a los que buscan humildemente Su misericordia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario