Tomado de:Ankor Inclán
Por María Lozano
Ilya tenía 72 años y una costumbre inquebrantable: cada domingo por la mañana, caminaba hasta la estación de tren de su ciudad en Ucrania, se sentaba en el banco del andén número 3 y observaba cómo partían los trenes.No viajaba. Solo miraba.
—¿A dónde va hoy, señor Ilya? —le preguntaba cada semana Nikita, el joven encargado de la estación.
—A los recuerdos —respondía siempre, con una media sonrisa.
Nadie sabía por qué lo hacía. Algunos decían que era por nostalgia, otros pensaban que simplemente estaba solo. Pero lo cierto era que Ilya había sido maquinista durante más de 40 años, y cada locomotora que veía partir le recordaba quién fue.
Un día, mientras estaba sentado en su banco, una niña de unos 8 años se sentó a su lado.
—¿Te gustan los trenes? —preguntó Ilya.
—Me encantan. Quiero ser conductora de tren cuando sea grande.
Él la miró sorprendido.
—¿Y cómo te llamas?
—Sofía.
—Encantado, Sofía. Yo fui maquinista durante mucho tiempo.
Los ojos de la niña brillaron.
—¿En serio? ¿Y conducías trenes de verdad?
—De los que olían a carbón y a hierro caliente. De los que te hacían temblar los huesos al arrancar.
Desde ese día, Sofía comenzó a visitarlo cada domingo. Se sentaban juntos, y él le contaba historias: del tren que cruzó Siberia con la nieve hasta el pecho, del vagón en el que nació un bebé en medio de la noche, o del último viaje antes de retirarse, cuando supo que ya no volvería a conducir.
—¿Y por qué ya no manejas trenes? —preguntó un domingo..