Tomado de: Ankor Inclán
Por María Lozano
En el barrio de San Isidro, entre callejones empedrados y balcones llenos de bugambilias, vivía Don Salvador. Tenía 84 años y un pequeño café al que llamaba La Esquina del Tiempo. No era un negocio próspero, pero tampoco lo necesitaba: aquel lugar era su refugio y su puente hacia el pasado.Cada mañana, Salvador abría las puertas antes de que el sol se asomara. El aroma del café recién molido se mezclaba con el de la leña húmeda que usaba para calentar el agua. En una mesa junto a la ventana, siempre había una taza lista. No para un cliente… sino para su esposa, Clara, que había partido hacía 12 años.
—Si no la preparo, parece que el día no empieza —decía, acariciando el borde de la taza vacía.
Los jóvenes del barrio lo visitaban para escuchar sus historias: cómo conoció a Clara en una fiesta del pueblo, cómo ahorraron durante años para abrir el café, cómo ella dibujaba flores en las paredes y servía las galletas con una sonrisa que podía calmar cualquier tristeza..Una tarde de invierno, llegó al café un muchacho que no conocía. Llevaba una guitarra y una mirada cansada. Se sentó sin pedir nada. Salvador, como siempre, le sirvió café. El joven bebió en silencio, hasta que de pronto dijo:
—Mi abuelo me habló de este lugar. Dijo que aquí aprendió que el café no se toma para despertarse… sino para recordar.
Salvador sonrió, y sin darse cuenta, comenzó a contar la historia de su vida. El muchacho escuchaba con atención, y antes de irse, le cantó una canción que había compuesto esa misma tarde, inspirada en lo que acababa de oír.
—Gracias —dijo el viejo—. Has traído música a estas paredes otra vez.
Pasaron los meses, y La Esquina del Tiempo comenzó a llenarse de jóvenes músicos, pintores, poetas. El café se volvió un lugar donde la memoria de Clara vivía en cada historia y en cada sorbo.
Una mañana, Salvador dejó dos tazas sobre la mesa junto a la ventana. Una para Clara… y otra para sí mismo. Miró el cielo, respiró hondo, y dijo en voz baja:
—Hoy, amor, sí que tomamos el café juntos.
Ese fue el último día que lo vieron abrir el café. Pero desde entonces, el barrio entero mantiene la tradición: cada 15 de julio, se sirve una taza en la mesa junto a la ventana, para que Don Salvador y Clara sigan teniendo su cita.
Porque hay amores que ni el tiempo… ni la ausencia… pueden borrar.
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