Tomado de: Ankor Inclán
Por María Lozano
Carmen Estévez tenía 82 años y, cada mañana, caminaba despacio hasta el parque de su barrio en Sevilla. Siempre llevaba un sombrero de ala ancha y una bufanda de lana tejida por sus nietas. Le gustaba sentarse en el mismo banco, bajo un plátano de sombra, a mirar cómo los niños corrían y cómo las palomas se disputaban las migas de pan.Una mañana de invierno, mientras ajustaba su bufanda, un hombre mayor se acercó con paso lento, apoyado en un bastón. Era Don Ernesto Romero, de 85 años, viudo desde hacía más de una década.
—¿Le molesta si me siento? —preguntó, con voz grave y educada.
—Claro que no —contestó Carmen, haciéndose un lado.
Y así, sin proponérselo, empezó una rutina. Día tras día, Ernesto y Carmen coincidían en aquel banco. Primero hablaban de cosas sencillas: el clima, las flores del parque, los precios de la fruta en el mercado. Pero poco a poco, las conversaciones fueron creciendo..—¿Sabe, Doña Carmen? —dijo Ernesto una tarde—. Siempre pensé que, a mi edad, ya no quedaba espacio para sorpresas.
—¿Y qué le sorprende ahora? —preguntó ella, curiosa.
—Que me descubro esperando la mañana solo por venir a este banco.
Carmen sonrió, con un leve rubor que no recordaba haber sentido en muchos años.
Los días se transformaron en semanas. Un café compartido después del paseo, un helado en verano, una misa dominical que terminaban comentando como si fueran dos jóvenes críticos. Descubrieron que los dos habían enviudado, que ambos habían conocido la soledad y que, pese a todo, aún guardaban un rincón para la ternura.
Un mediodía, mientras los niños gritaban alrededor del parque, Ernesto tomó valor.
—Carmen… a veces pienso que nos han devuelto un pedacito de juventud. ¿No lo siente usted así?
Ella lo miró con sus ojos claros, brillantes.
—Sí, Ernesto. Pero con la ventaja de que ahora ya sabemos qué importa de verdad.
Él sonrió, emocionado.
—¿Y qué importa?
—Importa que alguien te espere. Que alguien te escuche. Que alguien te haga reír cuando ya creías que todo estaba dicho.
Hubo un silencio dulce. Ernesto estiró su mano temblorosa y ella, sin dudar, la sostuvo. No era un gesto pasional, sino el pacto silencioso de dos almas cansadas que todavía querían caminar acompañadas.
Los vecinos empezaron a reconocerlos: “Ahí van los novios del parque”, decían, medio en broma y medio en ternura. Y ellos, lejos de ofenderse, se reían como adolescentes.
Un atardecer de primavera, Ernesto apareció con una rosa envuelta en papel de periódico.
—Sé que ya no estamos para grandes gestos, Carmen, pero me gustaría pedirle algo… ¿quiere ser mi compañera de lo que nos quede de camino?
Carmen tomó la flor, la olió despacio y asintió, con lágrimas suaves en los ojos.
—Claro que sí, Ernesto. El amor no tiene edad, solo tiene latidos.
Y allí, en el banco del parque, dos ancianos encontraron lo que nunca habían esperado: la certeza de que incluso al final del camino, siempre puede aparecer alguien que te devuelva las ganas de mirar hacia adelante.
Porque el amor, cuando es verdadero, no se mide en años vividos, sino en los días en los que uno vuelve a sentir que la vida merece ser compartida.
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