Nunca es tarde...

 Tomado de:Ancor Inclán

Por María Lozano

Clara Estévez, 67 años, había perdido a su marido hacía más de una década. Desde entonces, su vida transcurría entre la rutina del mercado, los paseos al parque y las llamadas de sus hijos, que ya vivían lejos. No esperaba sorpresas; a su edad, pensaba, las emociones fuertes eran para los jóvenes.
Pero todo cambió una tarde en la estación de tren de Atocha, en Madrid.
Clara estaba sentada en un banco, leyendo un libro viejo de Benedetti, cuando escuchó una voz a su lado:
—Perdona, ¿ese libro no es La tregua?
Alzó la vista. Un hombre alto, de cabello blanco y sonrisa tímida la observaba.
—Sí —respondió ella, cerrando el libro con cuidado—. ¿Lo conoces?
—Lo leí hace cuarenta años. Nunca lo olvidé. Me llamo Rafael Aguilar.
Clara no supo por qué, pero algo en esa presentación sencilla le removió el alma. Se quedaron conversando, primero del libro, después de trenes, de música, de la vida. El tiempo pasó tan rápido que casi olvidaron los destinos que los esperaban..Durante semanas, comenzaron a coincidir “casualmente” en la estación. A veces Clara tomaba un café en la cafetería, y allí aparecía Rafael con el pretexto de que su tren se retrasaba. Otras veces, él decía que solo paseaba por el vestíbulo para ver gente, pero ambos sabían que buscaban encontrarse.
Una tarde lluviosa, Rafael se atrevió a decir lo que rondaba en el aire:
—Clara, llevo años viajando solo, y créeme, no hay nada más triste que llegar a un destino y no tener a quién contárselo. Me encantaría que me acompañaras algún día.
Ella dudó. Hacía tanto que no se dejaba invitar, tanto que no abría la puerta a lo desconocido. Pero la mirada sincera de aquel hombre derribó sus miedos.
—Está bien, pero elijo yo el destino.
El sábado siguiente subieron juntos a un tren hacia Toledo. Caminaron por calles empedradas, compartieron un almuerzo sencillo y, al caer la tarde, se sentaron en un mirador frente al Tajo. Rafael tomó la mano de Clara, y ella no la retiró.
—¿Sabes? —dijo él con voz temblorosa—. Pensé que el amor ya no tenía sitio en mi vida.
—Yo también —respondió ella—. Pero parece que estábamos equivocados.
Ese día fue el comienzo de algo nuevo. Empezaron a viajar juntos, a leer en los parques, a cocinar recetas improvisadas. Descubrieron que la vida no termina con las canas, que aún podían sentir mariposas en el estómago como adolescentes.
Pero no todo era sencillo. Clara temía lo que dirían sus hijos: “¿Una pareja a tu edad? ¿Qué necesidad tienes?”. Y Rafael, viudo también, cargaba con los recuerdos de una esposa que había amado profundamente. Sin embargo, decidieron vivir el presente, sin pedir permiso al pasado ni disculpas al futuro.
Una noche, en el mismo andén 14 donde se conocieron, Clara le susurró:
—¿Te das cuenta? Si ese día no me hubieras hablado, seguiríamos siendo dos desconocidos con prisa.
—Por eso nunca dejaré de agradecerte por traer La tregua —respondió él sonriendo—. Porque gracias a ese libro, encontré la mía.
Aquel amor, nacido entre trenes y casualidades, les enseñó que nunca es tarde para volver a sentir. Que, incluso cuando la vida parece haberse detenido, un encuentro inesperado puede devolver la ilusión y el calor de un nuevo comienzo.

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