Por María Lozano
Lectura: Isaías 58:1-12
Una mujer hablaba muy emocionada a unas amigas acerca del valor de una clase de primeros auxilios a la que había asistido hace poco. Decía: “Justo ayer iba conduciendo, cuando oí un ruido horroroso de un auto que chocó violentamente. Estacioné mi automóvil, corrí hacia el lugar del accidente, dándome cuenta que el auto había chocado contra un poste del alumbrado. Cuando me acerqué para ver si había heridos, vi al conductor ensangrentado. Se me aflojaron las rodillas y no sabía qué hacer. Pero de repente recordé algo que había aprendido en mi curso de primeros auxilios. Inmediatamente me incliné y coloqué la cabeza entre las rodillas… ¡y dio resultado! ¡No me desmayé!”...
Esa no era la conclusión que esperabas, ¿verdad? De la misma forma, los israelitas no habían comprendido las implicaciones mayores de su adiestramiento espiritual. El profeta Isaías los acusó de mirar por sus propios intereses al tiempo que ignoraban las necesidades de los demás. Su entusiasmo por Dios no era nada más que un ritual vacío. La evidencia condenatoria de su negligencia pecaminosa eran los pobres, los hambrientos y los afligidos que había entre ellos y que seguían estando oprimidos y carentes de ayuda.
La verdadera cristiandad es más que mostrar amor por la sana doctrina y por la adoración correcta. Incluye los primeros auxilios al prójimo, es llevar el mensaje de salvación a quien no lo ha oído, debe haber un equilibrio entre la edificación y la evangelización. Cuando esto no sucede es evidencia de que no estamos llevando a la práctica nuestro entrenamiento.
Cuando de llevar las buenas nuevas a otros se trata, algunos no se detienen ante nada.
¿Tenemos un corazón deseoso de aprender más de Dios, para compartir las innumerables maravillas de nuestro Señor con otros?
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