Tomado de: Susana Rangel
Por María Lozano
Su propia hija firmó unos papeles, se despidió rápido… y se fue.Como si estuviera dejando una carga.
Como si ella… ya no importara.
La mujer se sentó en una banca del jardín.
No lloró. Solo miró al cielo como buscando algo que ya no estaba.
Había silencio. Y dentro de ella, un dolor que no podía decirse en voz alta.
Hace algunos años había perdido a su esposo. Estuvieron toda la vida juntos. Tenían una casa llena de recuerdos, una vida sencilla pero feliz, y formaron una familia con tres hijos. Pero cuando él se fue, todo cambió. El teléfono dejó de sonar. Las visitas se volvieron escasas. Y el silencio… se volvió parte de su rutina.
Su hija menor, la más ambiciosa desde pequeña, estudió fuera. Y aunque ella siempre quiso lo mejor para su hija, le dolió que se alejara tanto. Para que lograra sus sueños, vendió sus cosas más valiosas, incluso el carro viejo de su padre. Lo hizo con gusto, por amor. Pero con el tiempo, esa distancia dejó de ser permanente..
Un día, la hija apareció, después de meses sin saber nada de ella. La miró seria y le dijo:
—“Mamá, ya es hora de que vayas a un lugar donde te cuiden. A un asilo.”
Ella no discutió. Le dolió, claro que sí. Pero no dijo nada. Solo asintió.
Y así llegaron allí...Ese día, mientras estaba sentada en el jardín, recordó algo que su hija no sabía:
Ese lugar… no era desconocido para ella.
Cada árbol, cada pasillo, cada rincón… había sido parte de un sueño que construyó junto a su esposo.
Fue su proyecto cuando se retiraron.
Él lo dejó todo a su nombre, por si algún día los hijos decidían olvidarlos.
Caminó hasta la oficina del administrador. Al verla, él la saludó con respeto:
—“¿Usted aquí? ¡Pero este lugar le pertenece!”
Ella asintió. Él entendió sin que dijera más.
—“¿Quiere que impida que su hija vuelva?”
Ella sonrió, pero con tristeza.
—“No. Haré algo mejor.”
Y se quedó. Pero no como residente… sino como dueña.
Reunió al personal. Les contó la verdad. Les dijo que quería estar ahí, al pendiente de todo: de las abuelas, del trato, de la limpieza, del ambiente. Se convirtió en algo más que una madre olvidada. Tenía un propósito.
Semanas después, vino su nieto. Solo.
—“Abuela, te extrañé. Mamá está molesta porque ya no vamos.”
Lo abrazó fuerte. Y confirmó su decisión: no era venganza, era dignidad.
Poco después, la hija regresó… y no la dejaron entrar. Preguntó, insistió, escribió. Ella no respondió.
Hasta que un día, le mandó una carta:
“No estoy enojada. Solo entendí que tú pensaste que me estabas quitando un peso de encima. Pero no era así. Aquí encontré algo que tú no viste: una nueva forma de vivir. Ya no soy solo una mamá esperando llamadas. Ahora soy una mujer con rumbo. Cuando entiendas eso, quizás te reciba. Mientras tanto, la puerta seguirá cerrada.”
Hoy da clases en el asilo. Leen, pintan, ven películas. Su nieto viene más seguido. Su hija… ya casi no escribe.
Y está bien.
Por primera vez en años, no espera nada. Solo vive. Ligera. Fuerte. En paz.
Ya no es la señora que se esconde para llorar.
Ahora es la mujer que recuperó su lugar.
—Susana Rangel




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