Tomado de: Alfonso De Caro
Por María Lozano
Lea: Juan 17:4-8Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciera. Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo existiera. (Juan 17:4, 5)
Esta oración fue elevada antes de la crucifixión, pero en su ámbito alcanza más allá e incluye la cruz. Nuestro Señor supo a donde iba; sabía lo que iba a estar haciendo en las próximas horas y lo que se conseguiría. Esa obra incluía más que la cruz. Abarcaba Su ministerio de sanación y misericordia, y hasta esos treinta años de silencio en Nazaret. Eran todos partes de Su vida, Su obra, la cual el Padre le había dado para hacer.
El Señor incluye esta oración para indicarnos el carácter que tuvo Su obra y para que nosotros tengamos cuidado cuando sirvamos al Señor. Está sugiriendo que Su obra estaba caracterizada por una continua exclusión de Sí mismo, o sea, el dejar a un lado el buscar para sí la gloria y hacer la voluntad del Padre. Ahora que ha llegado al final, está listo para concluir la obra que era propiamente Suya, pero está pensando en los treinta y tres años de Su vida y reconociendo que durante ese tiempo había voluntariamente rendido Su derecho a ser adorado, Su derecho a la gloria que le pertenecía con Dios Padre. Jesús está resaltando que la obra que glorifica al Padre es esencialmente la de vaciarse de uno mismo y decidir buscar la gloria del Padre, antes que la nuestra..Estamos muy confundidos sobre este asunto. Pensamos que Dios está interesado en nuestra actividad. Que hay ciertas actividades religiosas que podemos desempeñar con las cuales Dios estará contento, sin importar el espíritu que nos anima para hacerlas. Es por esto que a veces nos arrastramos a nosotros mismos a la iglesia semana tras semana cuando tenemos poco interés en asistir a la iglesia, porque pensamos que el asistir a la iglesia es lo que Dios quiere. ¡Qué poco entendemos al Señor! No es actividad lo que Él desea. No era únicamente lo que Jesús hacía lo que glorificaba al Padre. No era Su ministerio de misericordia y las buenas obras. Otros han hecho cosas similares. Pero si era el hecho que a lo largo de Su vida tenía un corazón que estaba listo para obedecer, un oído que estaba listo para oír, una voluntad que estaba lista para ser sujeta al Padre. Era Su voluntad de estar siempre listo, de estar siempre dándose de Sí mismo, lo que glorificaba al Padre.
Hay muchos libros escritos sobre el llamado “precio del discipulado”. Declaran, de una manera u otra, que para tener poder con Dios debemos pagar un alto precio. En varias maneras declaran que para convertirte en un cristiano victorioso, un cristiano efectivo, esto requiere un discipulado difícil y demandante. Este tipo de literatura no me impresiona para nada. Hemos puesto el carro enfrente del caballo. No quiero decir que tal aproximación sea mentira, ya que el hecho es que la obediencia a Dios significa decir “No” a muchas otras cosas. No quiero decir que el vivir para la gloria de Dios no nos cueste de hecho ciertos placeres imaginarios y relaciones que quizás queramos retener. ¡Pero mayor que el precio del discipulado es el precio de la obediencia! Es ahí donde se debe poner el énfasis.
¿Qué bien conocemos el precio de la obediencia? Ahondemos en conocer lo que debemos pagar por nuestra desobediencia, por la negativa de no darnos a nosotros mismos al Señor. La desobediencia se traduce en nuestras vidas en frustración, en turbación de espíritu, en acciones vergonzosas y degradantes, que esperamos que nadie descubra. Se convierte también en decisiones irritantes que nos mantienen en un frenesí nervioso todo el tiempo, en debilidad que se manifiesta en falta de carácter que nos vuelve seguidores de lo que hacen las multitudes, cargando pesos en nuestros hombros que no podemos resistir, por tratar de imitar a aquellos que a nuestro entender han alcanzado el éxito ministerial. La desobediencia nos convierte en mojigatos. Petulantes que se jactan de sus esfuerzos. Religiosos que se hacen llamar cristianos, pero que son un hedor en las narices del mundo y una ofensa ante el Señor y los hombres. ¿No es este el terrible precio que pagamos por nuestra negativa a rendirnos al señorío de Cristo en nuestros ministerios y vida? Decimos que queremos hacer la voluntad de Dios, mientras que sea lo que nosotros queremos hacer. En el centro de nuestras vidas el “yo” es todavía rey, y ese es el problema. Nuestra gloria es lo que buscamos. Todavía queremos lo que queremos, y no estamos dispuestos, como lo estaba Jesús, a andar contentos en obediencia. Amados, es la obediencia lo que glorifica al Padre y no lo que tú hagas, así sea que llenes estadios y levantes muertos.
Padre, que esté yo entre aquellos que están dispuestos a desechar sus vidas por Jesucristo, a ser completamente descuidados de lo que nos ocurra a nosotros, para que Él pueda ser glorificado.
Aplicación a la vida
¿Está la gloria de Dios motivando una obediencia contenta al llevarnos Él por una senda de rectitud a causa de Su nombre?
Te bendigo en el nombre de Jesucristo. Un fuerte abrazo y recuerda que aquellos que obtengan el éxito en sus propios deseo, cuando estén delante del Señor, no serán reconocidos.
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